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nazas, con piedras... ; no hubo forma de hacerlos retro– ceder. Al fin, hube de aceptarlos, -pero advirtiéndoles que mi comida no la gustarían. La primera noche acampamos en el caserío de Ka– muarán; reuní a los indios y les hablé algo de Dios nues– tro Señor y de la Santísima Virgen, amenizando la charla con cánticos religiosos. La segunda noche acampamos en una montañita cerca del río Kamá donde hay una casca– da tan maravillosa como la anterior, y es de advertir que por todo el territorio de la Gran Sabana hay muchí– simas de parecido tamaño. La tercera noche dormimos al raso, junto a la quebrada de Nap.iapué. La cuarta, colga– mos nuestras hamacas entre los árboles de un bosque por el que corre la quebrada de Sarouak. A media noche, cuando dormíamos a pierna suelta, bien ajenos al ataque de enemigos visibles o invisibles, fuimos desvelados por un ronco rugido que a los pocos minutos volvióse a oir más cerca. -¡El tigre! ¡El tigre! -balbucearon los indios y, en vez de aprestarse para la defensa, saltaron de su ha– maca metiéndose en la mía. Los indios temen extraordi– nariamente al tigre y no se atreven a matarlo porque en él personifican el espíritu de la astucia. Yo no portaba ar– ma de ninguna clase. Con los ojos desorbitados, contenien– do la respiración, aguzo el oído ... Llego a percibir las pi– sadas de la fiera, pues el menor ruido es perceptible de noche a distancia, y más por entre la hojarasca de la sel– va. Estaría ya a doce metros de mi hamaca -un escalo– frío oprimió e hizo latir mi corazón-y, en ese instan– te los perros, que estaban a la expectativa, se lanzaron a la vez sobre él. Abrí una linterna eléctrica que llevaba y vi cómo se entabló una lucha descomunal. Los tres ani– males formaron una pelota rodando por el suelo. Los ojos 144

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