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de la casa y me fui a la quebrada. Allí me senté sobre una piedra cerca del agua limpia. La vista de la naturaleza, el fresco del tai·ceder, el beso de los últimos rayos del sol en su ocaso, disiparon la niebla de mi mente, y empecé a comprender cómo aquello el'a necesario para establecer allí la Iglesia de Jesucristo, que era mi misión, y cómo el divino Redentor haría lo mismo que a mí me tocaba hacer por las doscientas almas ¡y por una sola alina que hubiera en todo aquel lugar! Me levanté resignado y volví hacia la casa, evocando unos versos que recordaba haber leído: ¡Benditos aquéllos que con el azada sustentan su vida e viven contentos e de cuando en cuando conoscen morada e sufren pacientes las lluvias e vientos! (I). Bandadas de pájaros volaban por encima de mí ha– cia el lugar de su reposo, dando alegres chinidos. El campanario de la Misión -dos postes erguidos con un palo atravesado del que pendían dos tubos de oxígeno haciendo el oficio de campanas- llamaba a la capilla. Entré en ella y me puse a rezar con los indiecitos el santo Rosario. ¡Oh poder inmenso de la oración! Tú eres parn el misionero el ancla que le evita zozobrar en las recias tempestades, el sol alegre que disipa sus nubarrones de tristeza y nostalgia ! En Luepa carecíamos de lo más indispensable; no te– níamos aceite, ni manteca; seis meses estuvimos condi– mentando las viandas con sebo de animal; no teníamos café ni azúcar; llegó a faltarnos la sal. Nuestro menú ordinario consistía en lo siguiente: por la mañana, arroz (1) Marqués de Santillana. 132

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