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campo, habían sido creadas por Dios y destinadas para Dios como las de las grandes urbes. Empiezo por decir que los misioneros debíamos pro- 4;:urar la alimentación no sólo para nosotros, mas tam· bién para los niños acogidos a nuestro amparo. Traer las vituallas de la parte civilizada por aquellos caminos de perdición era tan difícil y costoso monetariamente que superaba los recursos pecuniarios de unos frailes mendicantes. Como apenas había indios, y los pocos que había no sabían cultivar la tierra, los mismos misioneros debíamos empuñar las herramientas y doblar nuestro cuerpo hacia el suelo para depositar la semilla que nos beneficiara el sustento. Al día siguiente de mi llegada tuve que coger ya el azadón y marchar al conuco a destripar terrones. Sur– co va y surco viene ... Las manos, acostumbradas a aga– rrar el mango de la pluma y no el de la azada, se llena– ban de vejigas. Trabajábamos a veces de sol a sol. «¿Era ésta la verdadera función del misionero en– tre unos hombres de baja estatura, ojos rasgados, pómu– los salientes, cabellera áspera y rostro atezado?... ¿ Para esto hube de cursar humanidades, filosofía, idiomas y ciencias, Sagrada Escritul'a y teología ?11 ... Tales pensamientos cruzaban por mi mente una tar– de en que, rendido de las faenas, me acosté en el chin– chorro, el cual tenía ' colgado en un rincón oscm·o de la casa. Aquella soledad tan prosaica me ab111maba. «Siquiera en la selva tiene uno pájaros por compa– ñía, y sus cantos, aunque inarticulados, algo significan, algo elevado inspiran. En cambio, estas paredes de barro, ¿ qué pueden hacer sino obstruir la senda de mi espíri– tu?» ... Pensar así fue como senth un rudo latigazo chas– queando por todo mi cuerpo. Salté de la hamaca, salí 131

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