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Caminábamos a paso tremendo por la planicie. Te– níamos ganas de caminar, de estirar los músculos, después de haber estado tantos días con los pies trabados y abar– quillados. Acampamos junto a un río de claras aguas, el Apauhuao; preparé una suculenta cena y -por lo me– nos yo- comí hasta ahitarme. Me sentía feliz: había dejado el mundo con sus cuidados a la espalda; había ,',alido con vida del lób1·ego calabozo de la selva; ya no iba a tener otro cuidado y preocupación que catequizar, ganar para Cristo a aquellos indios salvajes... ¿Miedo a los salvajes?... «Bueno, los llamamos sal– vajes porque viven sin cilización y alejados de ella; pero son hombres, y yo tengo para mí que el homb1·e por naturaleza o instintivámente no es fiero. Los indios son unos pobres ignorantes. Mejor, se me ocune ahora esta ecuación, que mañana voy a anotar en mi diario: indio, igual a infelizote». Y riéndome de este vocablo, así como de haber lla– mado a esa igualdad ecuación, me arrebujé en la hamaca, frotándome las manos, pues, a la verdad, sentía por pri– mera vez el frío en pleno trópico ; estábamos a 1.480 me– tros de altum sobre el nivel del mar. Cuando despe1·tamos, estábamos ateridos y entume– cidos. Embalamos lo poco que nos quedaba de cualquier manera, trotamos por la planicie verdosa cuando el sol apenas arañaba la faz del mundo, atravesamos las queb1·a– das de Avarkaipa y Arivaipa, y llegamos a Luepa, lugar de mi destino, centro de la misión. Ante los ladridos importunos de los perros, salieron los dos únicos frailes que allí había, el pad1·e Eulogio de Villarrín y fray Lucio de Mellanzos. Nos dimos el abra– zo franciscano, y me siento para contarles mis andanza!¡ y noticias sohre el mundo y otros misioneros. 121

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