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mos negros, quizá de cien o doscientos metros de profun– didad -yo no alcanzaba a ver el fondo ni quería mirar deliberadamente por temor al vértigo-. Ibamos lenta– mente, mirando bien dónde poníamos el pie, porque cada paso era de vida o muerte. · - ¿ Es que no hay otro camino más fácil? --No, no hay otro camino, Lo demás son precipios obsesionantes. Cerca ya de la cumbre de este cerro, el flanco se le– vanta enteramente vertical, sin otro punto de apoyo que una roca saliente, como de un metro de ancha, a diez metros de altura sobre el vértice del lomo. Ese salto de diez metros, con un abismo insondable debajo, lo salva– ron los indios cuando bajaron de la Sabana, cortando ár– boles que foeron a caer de la roca saliente al vértice del lomo, lo que hicieron con una maña que no acierto a explicar. Pusieron luego palos atravesados, amarrados con bejucos, y ésta es la famosa escalera, el coco de todo in– dividuo que quiera entrar por tierra a la Gran Sabana. Ante ella me encontraba yo ahora haciéndome cru• ces y pensando cómo la subiría sin ver el precipicio que tiene debajo y sin que me fallaran las piernas. -Aleperé, Patre, aleperé (pronto, Padre, pronto) -me dicen los indios, que no podían detenerse con la carga en el lomo estrecho y resbaladizo. Pongo el pie en el primer tramo y me agarro fuerte– mente con las manos al otro ; luego en el segundo, luego en el tercero... La escalera se cimbrea. Si tuviera campa– nillas en las piernas, sonarían en ese momento a arreba– to. Subo más arriba. Pongo ya las manos en la roca sa– liente, levanto la .cabeza, abro los ojos... -¡Uíf ! ¿Qué es eso? Una culebra enroscando su cuerpo como la espiral de 117
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