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pérdida, siguieron adelante, y cuando me levanté ya e&– taban fuera de mi vista. Cogí entonces por donde me pa• reció que ellos se habían internado, y aceleré el paso a fin de agregarme lo antes posible a la comitiva, pero, no sé como sucedió, lo cierto es que equivoqué el rumbo e iba formando con ellos un ángulo cada vez más abierto. Como a los diez minutos lancé un grito de llamada, mas ya no fue contestado. Aun no pude sacudir de mí la idea de que iba por el camino verdadero y apuré más la mar– cha; pero, en breve, me convencí de mi extravío, porque la selva se presentaba mucho más tupida y no había tra– zas de haberme precedido alguno. Intento volver atrás, mas tampoco doy con mis pasos, ni podía orientarme, porque J.a luz solar a través de tanto ramaje llegaba tan difusa que era imposible averiguar la trayectoria del as– tro. Vuelvo a lanzar otro grito y contengo la respiración , unos segundos... ¡no hay respuesta! Sigo a la loca zig– '¡ zagueando, me meto como puedo por entre la maleza, me escurro por debajo de árboles caídos, hago contorsiones extrañas para huir de las lianas que se me enroscan en el cuerpo, las cuales dan a veces conmigo en tierra ... , vuelvo a gritar y no me responde sino el eco. La maleza chasqueaba a mi paso con ruidos descomunales; mas, en lo que dejaba de caminar, un silencio profundo caía so– bre la selva como maza aplastadora, interrumpido a veces por el estruendo de una lagartija en su fuga. Sucedió que una de las ocasiones en que me detuve parn escuchar, oí un mido en las ramas altas, no lejos de mí. Levanto los ojos y me encuentro con una figura grotesca, un enorme araguato que me miraba con aquel r ostro semihumauo, abominable, tez negroazulada, y bar– ba rojoparda. La sangre se me heló en el corazón y, al afluir después a las venas, fue con un picor agudo en to- 113

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