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a ras del suelo, hierhas y retamas' que apenas si podían incorporarse sobre el colchón de hojas secas. Sobre esta menudencia vegetal, helechos gigantes y arbustos de va– riadas clases. A veinte y treinta metros de altura, las em– pinadas copas de majestuosos árboles, enyugadas, unci– das por cantidad de bejucos que, después de formar la– zos y nudos caprichosos, óvalos, triángulos y pentágonos, dejaban caer sus largas extremidades semejando cule– hras que balanceaban sus achatadas cabezas, o tentácu– los de un enorme pulpo, o cables y maromas de un globo aerostático. Por los intersticios de las ramas penetraban escudriñadores algunos rayos solares describiendo ángu– los obtusos, creando tonos dorados sobre el verde de las hojas, llenando los bajos espacios de sombras azulado– grises. Cada objeto que tocaban esos rayos ,adquiría nuevo esplendor maravilloso. Allá, sobre la cumbre de un árbol seco, bañándose en el esplendor de la luz, estaba un pájaro para mí ex– traño, algo más grande que un gorrión, el cual, asido fuertemente a la rama, inclinaba de cuando en cuando su cuerpecito hacia la tierra extendiendo las alas y abriendo colllo un abanico la cola; levantaba en esta posición la cabeza, abría su pico y lanzaba cinco o seis notas en gama ascendente. Su plumaje brillaba como la pintura de un metal barnizado al ser herido por los rayos solares en cada movimiento. Nluchas veces después he observado a esla clase de pájaros, que en Venezuela llaman conoto, colocarse en idéntico;; sitios y hacer los mismos movi– mientos para emitir su canto. 110
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