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pulagada a pulgada en nuestro cuerpo hasta volvernos amarillos los huesos ; sudábamos a mares. Atravesamos varias <ruebrada:s· o riachuelos, algunas poi· un tronco de árbol caído sobre el que los indios ha. cían proezas de equilibrio pasándolo a pie firme con la carga al hombro, mientras yo, sin ella, lo hacía a horca– jadas y aun no iba seguro. En una de ellas bebí agua has– ta la saciedad, pues sentía ahrasárseme el cuerpo de ca– lor. Sigo adelante... ; mas a los pocos minutos un sudor frío empieza a correr por todo mi cuerpo, las piernas se me ponen de alambre, la cabeza se me va, los árboles de la montaña giran a la velocidad de cataclismo, y tengo que hacer señas a los indios para que me esperen. Les mando que cuelguen una hamaca, y me tiendo en ella, mas no encuenfro sosiego ; doy cien vuelt~s para todos la– dos hasta que, al fin, arrojo cuanto había metido en el estómago ese día· y el anterior. Tan fuertes eran los do– lores que creí llegada mi última hora. A todas éstas, los indios me miraban asombrados sin tomar resolución alguna. Un café o un guarapo caliente me hubiera ve– nido de perlas en ese momento, pero no había quien me lo hiciese ni yo mismo tenía ánimo para hacerlo. Después que el estómago quedó desocupado, me sen– tí más tranquilo. Reposé como una hora y seguimos ade– lante, aunque poco pude caminar ya ese día a causa de la debilidad. Cada cuarto de h,ora tenía que hacer alto en la marcha. 9 .-EL CANTO DEL CON!OT·O En uno de esos de, cansos púseme a contemplar, para desahogo de mi espíritu y solaz de mi abatido cuerpo, la belleza del cuadro silvestre que tenía ante mis ojos: 109

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