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Los indios me miraban atónitos; volvían a remar... ; callé. En esto, resonó por el aire silencioso y caliente la voz del pájaro campañero: -¡Tannn... tan! -el cual estaba en la picota de un árbol desnudo. --¡Tannn ... tan! -l'epitió el eco de la montaña, y volvió a oirse la del pájaro con prolongados intervalos, afectándome extrañamente en aquellos momentos. Pare– cía el sonido de una campana; pero de una campana no hecha de metal grueso, sino de otra sustancia más subli– me; de una campana que, al vibrar, henchía de vida a toda la creación maravillosa que la rodeaba, a la inmen– sidad del cielo azul, a la brillantez del sol, a la impoluta virginidad de la selva; de una campana que hablaba a mi alma con un lenguaje más elevado que los sonidos que salen de un campanario. Esto no lo hubiera percibido tal yez en otro luga1· y en otras circunstancias; pero allí, a medida que iba distanciándome del vértigo de la civili– _zación e internándome en la jungla, me iba como sumei·– giendo en una atmósfern de misterio y todo lo veía de ~se color, hasta el movimiento de las hojas, hasta el ruido que hacían los indios con .sus canaletes. Llegamos al lugar donde el río ya no es navegable ni con pequeñas embarcaciones, y saltamos a tierra parn coger la trocha indiera. Hago una distribución equita– tiva de las cargas --veinticuatro kilos para cada espalda, más o menos- y, a fin de que tuvieran tiempo sobrado para embalarlas a su gusto y las pudieran llevar con más comodidlld, aplacé la salida para el día siguiente. Hn

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