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El indio se puso más contento que un chiquillo con zapatos nuevos. Lo gracioso fue que, durante el viaJe, cada poco iba abriendo y cerrando su linterna, incluso de día. En lo que llegó a la Gran Sabana, congregó varios indios para enseñarles el aparato maravilloso y su funcionamiento. Presionó el botón... ¡no daba ya luz! ¿ Qué pasaba? ¡Se le habían gastado las pilas! A continuación, les dije: -Bueno; pero nos hace falta curiara. -Sí, pues -contestaron. -¿ Tenéis vowtros alguna? -Tiene, pues. El señor Sucre me cedió la lancha para ir hasta la casa de los indios. Despedíme de él agradeciéndole muy de veras sus favores y atenciones, y le ofrecí tenerle pre– sente en mis plegarias. Noté que estaba algo emocionado. Me encaminé hacia el puerto, y cuando estaba entrando en la lancha, el señor Sucre me grita: -Eh, padre ·Baltasar, hágame el favor -y me hi– zo señas para que regresase. Entré con él en la casa, y me increpa: -¿ Cómo es posible que se vaya usted solo con es– ta gente bruta! ¡Usted es un suicida! -Señor Sucre, yo no creo que esa gente me vaya a causar daño alguno. Si agrego un civilizado, es como si no agregase nada, y los pobres no disponemos para agregar un piquete de soldados. Yo confío en Dios que nada me pasará; quédese usted tranquilo. -Sí, ustedes todo lo dejan a la voluntad de Dios; pero Dios dice: Ayúdate, que yo te ayudaré. ¿, Y no lle– va revólver, por si acaso? -Nunca he disparado un tiro. 104
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