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Ceferino siguió con los indios rumberos hasta salir a un espacioso y dilatado campo que había detrás de la sie– rra: LA GRAN SABANA. Informóse de las rancherías o pueblos dispersos por ella, lo cual referido puntualmente al Vicario Apostólico, no dudó éste un momento en determinar se empezase por aquí la acción evangelizadora. El anhelo de la india de Apiyaikupué, «que venga blanco para que enseñando», iba a tener hermoso cum– plimiento. El 25 de feb1·ero de 1931 salieron de Tumeremo tres misioneros para establecerse entre ellos. Llegaron el 27 de abril al caserío de Apaya.ikupué, donde fueron reci– bidos como lluvia cayendo a tiempo en mitad de la estación seca, y unos kilómetros más allá, en un valle fértil y céntrico, fundaron su casita misional para aten– der a los indígenas del Sur, la cual es ya conocida con el nombre de Santa Elena del U airén. El 4 de junio de 1933 establec.iéronse otros tres mi– sioneros en el comienzo de la altiplanicie sabanera, fun– dando la casa misional de San Francisco de Luepa para atender a los del Norte. Desde esas fechas los caminos que cruzan la Gran Sabana, constantemente son hollados por la sandalia del fraile capuchino, que va sembrando en aquellos fértiles campos la semilla redentora del Evangelio y esparcien– do los adelantos de la civilización. Los indios reciben jubilosos aquéllas y éstos, por– que hacía tiempo lo anhelaban, hacía tiempo que del fondo de sus corazones salía este grito: « ¡Que venga blanco para que enseñando!».
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