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242 P. PIO M.ª DE MONDREGANES, O. P. M. CAP. dor, nuestro Salvador, nuestro Sacerdote, que se ofreció Víctima por nuestros pecados. Nos amó y nos ama como Dios y como Hombre. Por nuestra parte, estamos obli– gados a amarle, adorarle y servirle también como a Dios Eterno y como a Hombre que apareció en el tiempo. Nos dice San Juan: «Amemos a Dios, porque El nos amó primero» (1). Al Verbo Encarnado substancialmente siempre se le dio culto, pero en cuanto a las formas y modalidades: accidentales no siempre fue lo mismo. La devoción espe– cial a su Corazón físico, de carne, como símbolo de amor, veremos cómo no siempre se practicó de un modo ex– plícito y determinado. Los primeros adoradores de Jesucristo fueron los án– geles, María Inmaculada, su Madre ; San José, su padre putativo; San )uan Bautista y Santa Isabel. A su naci– miento en Belén acudieron los humildes pastores y los ricos Magos, ofreciéndole sus dones. Desde su cuna hasta su Ascensión a los cielos nunca le faltaron almas selec– tas, esposas amantes, que le amaron con fervor y gene– rosidad. Muchos santos y santas vivieron estrechamente unidos con los vínculos de la caridad más intensa y he– roica al Corazón amantísimo del Esposo divino. Tratándose, pues, de la historia de esta especial de– voción, no intentamos más que indicar algunos puntos salientes que han ido determinando, preparando y con– cretando las formas actuales; cómo Dios ha ido mani– festando su voluntad de que se le dé culto especial bajo este símbolo tan significativo y expresivo de su amor. Jesús, durante su vida terrena, manifestó su amor de manera especial a los Apóstoles, a los discípulos y a las (1) I Jn., IV, 19.
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