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Noviembre mente los últimos meses de su estancia en la misma se vieron alterados por la llegada de algunos religiosos jóvenes que rom– pieron el ritmo de su vida: traían nuevas ideas, formas nuevas de entender el apostolado y que.rían implantar nuevas costum– bres que chocaban con su carácter y sus sentimientos tradicio– nalistas anclados en el pasado. Hubo de recoger velas y trató de aguantar como pudo a aquellos frailes «postmodernos» que rezaban vestidos de paisano, hablaban de unas nuevas constitu– ciones en la Orden, llamaban «fraternidad» a lo que siempre había sido comunidad o trataban de endosar la palabra «her– mano» a quien siempre se había llamado padre Casto de Villa– vicencio ... El Superior Regular trató de animarle, como tapade– ra, para que viniera a visitar a sus familiares en España, pero únicamente consiguió que aceptase pasar un «año sabático» en Nueva Orleáns. Él accedió gustosamente a la invitación, pero no regresó más a Tucupita. En 1972 cambió de paisaje, sustituyendo las caudalosas aguas de la región del Orinoco por las más apacibles del lago de Maracaibo. Durante veintidós años, hasta 1994, pudo gozar de una vida más apacible y acorde con sus ideas, recobrando ánimos para emprender nuevas actividades tanto en el campo material como en el orden espiritual. En 1994 fue trasladado a Valencia, donde apenas llegó a pasar tres años de transición. Aunque asignado a la fraternidad de Valencia, en el Capítulo de la Viceprovincia, celebrado en 1999, se encontraba ya en la enfermería de Caracas, donde falleció el 8 de noviembre de 2000, a la avanzada edad de noventa y cuatro años. Siempre guiado por su manera de ser y con unos criterios muy personalistas, el padre Casto fue un hombre de acción polifacética y muy decidida, que nunca se amedrentó ante las 496

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