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sia. El 2 de noviembre de 1997 se agregó al número de los jus– tos muertos en el Señor y sus restos descansaron, desde enton– ces, en la Sacramental de San Isidro de Madrid. Ya hemos indicado cómo la vida laboral del hermano Ángel de la Varga quedó d1v1d1da en dos etapas muy d1terentes; por– que su traslado a Usera, en 1984 fue, a la vez, un inicio y una despedida: despedida de un período sembrado de proyectos y anhelos de juventud consumido entre los naturales alborotos de los seminaristas de El Pardo; y comienzo de una nueva orienta– ción de su trabajo hacia los ministerios parroquiales. En este segundo aspecto, intentó regalar a los fieles todas las capacida– des de que disponía para transmitirles su fe y su vivencia de Dios. A ellos se entregó con ilusión y generosidad. Los fieles de Santoña, Escalante, Noja, Santander, fueron testigos de sus desvelos, de su amistad y de su simpatía; cuali– dades que fueron como una envolvente ceñida a todos sus tra– bajos. Así ocurrió, por ejemplo, con el grupo carismático de los «Kikos», que con otros grupos parroquiales sentían hacia él un visible cariño. De talla normal, vientre abultado, escaso cabello y pausado cami– nar, parecía sin embargo, un comodín que ayudaba lo mismo en la igle– sia que en la administración que en el uso de las herramientas del jar– dín. Todo lo hacía con sosiego, con mucha calma, con desesperante tranquilidad; pero el trabajo quedaba terminado. Tenía el don especial de la simpatía. Quizá esta facilidad en el trato con las personas contribuyó a una aclimatación sin traumas en el tra– bajo y en los destinos. Su facilidad para encontrar «buenas gentes» con que congeniar en todas partes, le ayudó a mantener su espíritu de dis– ponibilidad en los diferentes lugares en que estuvo destinado por la obe– diencia. 489
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