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P. Eusebio Villanueva Se dan excusas, muchas excusas y algunas tremendamente egoistas, pero otras más no: problemas materiales, trabajo, número de hijos... Pero cuando se profundiza la motivación, frecuentemente es el miedo. Un miedo a diferentes grados. Miedo a los Directivos de la vida profesional. Miedo a lo soledad con las cargas. Miedo al futuro suyo y de la criatura. Y la mujer sabe, en fin de cuentas y en soledad, que ella sola es la que va a abortar... Como sabe que la mujer es el lugar exacto del nacimiento. En la larga historia de los hombres, en un lejos-lejos, siempre estuvo presente esta tentación milenaria de abortar la vida que se lleva dentro y que no se la desea. Una tentación que llevaba el riesgo frecuente de la muerte. Y que apesar de todo tomaban. Y apesar de las leyes, que en todos los tiempos se han opuesto al aborto. No sólo la ley de la Iglesia Católica. A justo título, las mujeres aspiran a ser reconocidas en su personalidad, a conducir su vida, a ser liberadas de todas las opresiones, ahí comprendida la opresión sexual. Sí, porque por cada mujer sobre la tierra hay por lo menos un varón dándole una orden... Eso las lleva a las más comprometidas a reivindicar¡ »Aborto libre y gratuito! ¡Nuestro cuerpo nos pertenece!» ... Pero la vida que nace en ellas ¿es solamente de ellas? ¿Tienen el derecho de disponer libremente y según su última voluntad del ser sin defensa que crece en lo íntimo de ellas mismas? A ese ser, en nombre de la Ley, ¿pueden quitarle la vida? ¿El mundo y la vida no es de todos? ¡Tremendas cuestiones! Puestas no sólo a las mujeres, sino también a los hom– bres y a la Sociedad entera. Cuestiones que no se pueden barrer con un revés de mano, ni tapar con ciertos slogans, que tienen el sabor de las cenizas. En la palestra pública se pueden defender todas las teorías. Pero no se podrá ocultar deliberadamente, acallar, al hijo a nacer. Decía una mujer que abortó, y he de acordarme mientras Dios dure: «El momento en que yo más he sufrido, esa final de marzo, cuando él debería ya haber nacido. Antes, no tenía la impresión de que era un hijo. Si se hubiera movido a los 4 meses, yo no hubiera querido que me lo quitasen. Ahora, yo pienso de otra manera. Antes yo tenía la impresión de que no era nada. El recuerdo de este hijo me demuestra que existía». Algunos teólogos tienen sus argumentos particulares. Se esfuerzan en distin– guir dos grados de vida en el ser en gestación: una vida biológica al principio y luego una vida humanizada. La humanización interviene, según ellos, por «la llamada a nacer de los padres y a través de ellos a la Colectividad. Entonces, no se puede pues hablar de aborto como de una muerte, puesto que ello procede precisamente del rechazo o de la imposibilidad de humanizar». El argumento es seductor. Pero frágil y peligroso, si se le instrumentaliza. Si no deben nacer más que los hijos que son «llamados a vivir», ¿cuántos entre nosotros se sentirán a veces de sobra en medio de una élite «humanizada»? Preguntádselo a los marginados ... preguntádselo, por favor... Y sin embargo... ¿alguien está de más? ... Finalmente ¿al querer buscar el justificar a todo precio, no se toma el riesgo de justificar lo injustificable? Es un sin embargo de tres piedras... Porque el asunto está para un cristiano en otro centro: la intervención de Dios. Si hay alma, y hay, es de Dios establecida, quiera o no quiera quien sea... Y ya no es vendible, ni prescindible, ni asesinable... 230

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