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que nosotros deberíamos confrontar peligros que nos amenazan con el desastre, para que no podamos infatuarnos y olvidarle a El que tiene mucho que hacer por nosotros.» Segunda Guerra Civil Ciertamente, el peligro inmediato que encaramos es la escalada rápida del crimen en nuestras tiendas, calles y hogares. Los asesinatos que tienen lugar cada día pueden en verdad llamarse la Segunda Guerra Civil americana, con hermanos contra her– manos en lucha a muerte, y esta vez en una guerra tan sin sentido como trágica. ¿No podría ser esta calamidad que nos hace temernos unos a otros y que nos impide el pasear de noche tran– quilos, una forma de castigo divino por nuestra presunción y por el olvido de Aquel que tanto ha hecho por nosotros? Nuestro Obispo Verot dijo en 1861: «Tengo que decir a mis paisanos que estos crímenes escondidos y siniestros frecuentemente claman por un castigo público y solemne a manos del Supremo Moderador de los acontecimientos.» La urgencia de hoy no es tanto la revolución por una sociedad política o tecnológica. Sólo una revolución moral puede traer de nuevo a América a su perdida verdad y al espíritu pacífico que fue regalo de Dios en el principio. Aquí y ahora no hay revolución más necesaria que la que se refiere al respeto y reverencia de la vida humana. Nuestros padres lo arriesgaron todo para ganarnos los derechos de Vida, Libertad y Pro– secución de la Felicidad. Hemos de preguntarnos: Nosotros, los americanos de esta ocasión del Bicentenario, ¿hemos prevaricado de varias maneras en cada uno de estos derechos y en especial contra el primero, el Derecho a la Vida? Es cuestión flagelante. El caso es que la alarma consiste en que muchos de nuestros paisanos, atenazados como están por un indiferentismo moral, rehusan combatir. Para nosotros está claro que esta cuestión no puede ignorarse. La práctica del aborto aprobada y ahora ampliamente extendida es un asalto directo y frontal contra la misma vida. Es traficar con las atribuciones exclusivas de Dios. De este modo se sugiere que América está sucumbiendo a la tt:ntación primitiva en el jardín: «Seréis como Dios» (Génesis: 3, 5). La Cristiandad, con su interés por los derechos humanos y por la libertad individual, ha recalcado siempre la dignidad y santidad de la vida human, bien sea en la forma de una persona plenamente desarrollada, bien en la forma de una persona enfer– ma comatosa, o en la forma del desenvolvimiento del feto humano. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos, no obstante, ha declarado recientemente que un niño no nacido 125
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