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124 de gobierno; nuestras mayores insituciones tales como la educación, las profesiones, los negocios y la prensa, todos ellos están en baja estima. La Televisión ha avanzado hacia el hogar, la iglesia y la escuela como principal agente de moralidad. La «permisivida~> está idealizada en libros, revistas y grabados populares. Nuestros héroes nacionales se eligen y salen del deporte y del entretenimiento. No hay duda de que estos factores han contribuido al presente descarrío moral y falta de confianza. Pero la explicación más significativa nos parece que es nuestro fallo en no respetar la presencia de Dios en nuestras vidas y la ac– ción de su mano en nuestros asuntos. «Habéis olvidado al Dios de vuestra salvación y no os habéis acordado de la Roca de vuestro refugio» (Isaías: 17, 10). En una cultura cada vez más sensualizada y secularizada, son muchos los que han vuelto la espalda a las explicaciones divinas. No hay conciencia de que Dios es el Juez de las naciones. «La justicia exalta a una nación; pero el pecado es desgracia para todo pueblo» (Proverbios: 14, 34). Hablando en plata: en medio de nuestro poderío material y oportunidades, nos estamos degenerando. Jorge Washington di– jo en su Farewell (Discurso de despedida) en 1796: «Permítasenos considerar con cautela la suposición de que la moralidad se pueda mantener sin religión. Cualquiera que sea la influencia de una educación refinada en la mente y en la estruc– tura, la historia y la experiencia nos impiden esperar que la moralidad nacional pueda prevalecer si excluimos los principios religiosos.» Bien puede ser verdad que dos de cada cinco americanos asistan al culto cada fin de semana, y que la iglesia sigue a prisa levan– tando edificios por todo el paisaje americano. Pero es necesario preguntarse, sin embargo, qué cantidad, qué peso de religión verdadera es la que se manifiesta en nuestro vivir diario, sincera, contrita y humildemente; y al mismo tiempo, darse cuenta de cómo nuestra autosatisfación está siendo utilizada para justificar el status quo de la nación. El poder tiende a confundirse a sí mismo con la virtud, y una nación es particularmente vulnerable por la tentación de pensar de sí misma que ha sido potenciada con atributos casi divinos. Nuestra nación está bajo Dios («under God»), no es Dios mismo. «Porque no hay autoridad sino de Dios, y todas las que existen han sido instituidas por Diosd» (Romanos: 13, 1). Nuestra religión no puede ser idólatra ni arrogante, dada a justificar cuanto la nación es o hace. No puede identificarse con la presente condición y modo de vida de la nación. Como resaltó Abraham Lincoln, «el omnipotente tiene sus propios designios» (Propósitos). Lincoln dijo además: «A veces parece necesario

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