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viene a la mente el hecho de que nuestra Florida fue la primera que oyó la proclamación de la independencia, «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom. 8, 21). Esa fue la pro– clamación hecha a los indios floridianos por los sacerdotes de la Fe Católica que acompañaron a los de nuestro Estado en el siglo dieciséis. Cerca de cien años antes de lo de Plymouth Rock y siglo y medio antes de los grandes acontecimientos de Filadelfia en 1776, los misioneros católicos proclamaban la liberación, la redención, la salvación en el area de lo que hoy es Tampa, Tallahasse y Pen– sacola. Luego de precisar el asentamiento de San Agustín por Pedro Menéndez, prosiguen: 120 Con los ojos del espíritu podemos ver a los españoles alzando la Cruz de Jesucristo ante los asombrados rosotros de los indios Timucua; el grupo de los religiosos de hábitos pardos, diseminados por los bosques de pinos, a través de las llanuras y junto a las playas, así como la hostilidad de los indios suavizados luego por la bondad de sus visitantes y, finalmente, atraídos a abrazar la Fe por el arduo ministerio. Hay además otros cuadros: los edificios de la misión de paja y barro, de adobes, levantados a lo largo de los primitivos senderos; las capillas, erigidas para la expansión de la caridad: las supersticiones desarraigadas y la educación iniciada por los acechados aquí y allá por la macana o el hacha de los indios, todavía no tocados por la gracia. Vemos, en suma, una de las más grandes obras del espíritu humano, aquella con la que, estamos orgullosos de decirlo, comenzó la historia de nuestro Estado (Florida). El Bicentenario es ocasión para rememorar los ejemplos de vfr– tud y de valor en el pasado de nuestro pueblo. Ciertamente los misioneros fueron notables, ya que fueron los primeros ejemplares de entrega cristiana y desinteresada al prójimo. Fueron hombres que se despojaron de todo para dedicar sus vidas enteras al servicio de la comunidad entre gentes em– pobrecidas e ignorantes. Los documentos aluden únicamente a las penalidades sopor– tadas por estos hombres de Dios: la administración de los sacramentos en la jungla, el hambre constante, los largos y agotadores viajes por tierra, el calor y el sol del día, el incesante tormento de los mosquitos de noche, y los riesgos de vida que les sobrevenían por parte de las rebeliones y conflictos tribales. Los misioneros no tenían otro propósito que elevar la mente y el
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