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Cristo plantea aquí un tema eterno. Hay en los humanos algo impalpable, irreductible a fórmulas, que tiene hambre y sed suprema. Es el hambre radical del hombre. Agustín de Tagaste, el fogoso mediterráneo que quiso gustar todos los placeres de la vida -carnales e intelectuales- tuvo que rendirse, al fin, en plena ju– ventud y escribir aquella frase tan antigua y tan moder– na: "Nos has hecho, Señor, para Tí, e inquieto anda nuestro corazón hasta que descanse en Tí". Por muchas vueltas que demos al asunto, vemos que es cierto. Sin Dios no hay paz, ni alegría, ni satis– facción permanente, ni solución a los problemas bási– cos de la vida y de la inmortalidad. Eso que tanto anhelan los hombres, que son mucho más que cafías que rugen al viento de los siglos para terminar por caer en el pozo del olvido. Cristo, al instituir la Eucaristía, al hacerse El mis– mo alimento para nosotros, quiso saciar aquí de alguna manera ese hambre tan honda que los hombres tienen de Dios y a veces no saben qué es. En esta renovación, casi total, de la liturgia, que llega también a los cánticos, hay un cántico nuevo que dice: "No podemos caminar con hambre bajo el sol. Danos siempre el mismo pan: Tu cuerpo y sangre, Señor". La gente sencilla, que posee esa fe sin compli– caciones, lo canta alegremente ante el altar, donde sabe que está Dios hecho alimento para saciar el hambre de su alma. Pero hay gentes inquietas que buscan incansable 161

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