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RADIOGRAFÍA DE LA FRIVOLIDAD 131 -Oye, Delfín, ¿qué es lo que ves en tu derredor? -¿Que qué es lo que veo? Pues veo las hermosas flo- res que engalanan la pradera; veo las avecillas que cantan en la fronda de los 5.rboles; veo las mariposas que revolo– tean de flor en flor; veo las cristalinas aguas del arroyo que murmuran deslizándose entre las piedras ... -¿Y qué más ves-, volvió a preguntarle Fenelón. El Delfín se fijó un poco más en todo lo que abarcaban sus ojos, y contestó: - Veo ese hermoso valle; veo alb a lo lejos los edificios de la ciudad de París; veo allá más lejos los montes; veo allá arriba el sol... Fenelón insistió por tercera vez: ¿Y no ves nada más? El príncipe hechó una mirada detenida por todo lo que se ofrecía a sus ojos, y después de un instante, contestó a su preceptor: Pues yo no veo nada más ... El príncipe no veía nada más; pero Fenelón, que refle– xionaba, veía otras cosas que no se ven con los ojos, pero que se adivinan reflexionando. -¿De veras que no ves nada más? En esas flores, en esos pájaros, en esos valles, en esos montes, en ese sol, ¿no ves por doquiera a Dios? ¿No ves que todas las criaturas son como las huellas de Dios? Todos tenemos ojos en la cara. Todos tenemos también inteligencia. Pero no todos tenemos la conveniente refle– xión para que ella se convierta en una luz que ilumine los senderos de nuestra existencia hacia la patria. Clavemos la vista ahí en nuestra conciencia, y leamos detenidamente ese código de Dios, escrito por su dedo di– vino para que lo pudieran leer hasta los analfabetos. De la reflexión profunda sobre él, sacaremos muchas deducciones, que quizá rectifiquen muchos juicios errados sobre las cosas. ¡Que la razón, con la reflexión, nos sirvan para algo en la vida! No hay derecho a alardear de racionales, y luego convertir nuestra vida en un continuado absurdo ... Y sin embargo, esta es la triste historia de muchos que se llaman racionales ... Aunque nos sonroje un poco, quiero cerrar es– te capítulo con unos versos, que no sé de quién son, pero que encierran una verdad como una catedral: Vale la pena aprenderlos de memoria, y reflexionar so– bre ellos de cuando en cuando:
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