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130 P. DAVID DE LA !!:ALZADA nuestro corazón para conocer sus inclinaciones, penetrar sus secretos, refrenar sus ímpetus, corregir sus vicios, evi– tar sus extravíos; debiéramos vivir con esa vida íntima en que el hombre se da cuenta de sus pensamientos y afectos, y no se pone en relación con los objetos exteriores, sino después de haber consultado su razón y dado a su volun– tad la dirección conveniente. Mas esto no se hace; el hom– bre se abalanza, se pega a los objetos que le incitan, vi– viendo tan sólo con esa vida exterior que no le deja tiem– po para vivir en sí mismo". ("El Criterio"). Y la consecuencia de este prescindir de la razón, dire– mos nosotros, la constituyen esas numerosas tragedias que el periódico nos trae a diario, y otras infinitas, más graves aún, que desconocen las agencias, pero que Dios nos comu– nicará en el último juicio... El ejercicio de la razón o inteligencia es la reflexión. El que tiene inteligencia, pero no reflexiona, es como el que tiene ojos, pero no mira. A la mayor parte de los hombres, no es precisamente inteligencia lo que les falta, sino reflexión. Diríamos que abren los ojos, pero no miran. Por eso hacen los mayores disparates, que no harían de ninguna manera, si reflexiona– ran un poco antes de obrar. La razón es como los ojos de la cara, capaces de ver las cosas que se les presentan. La reflexión es como los rayos X que, traspasando la epidermis de las cosas, penetran en el interior, para poner de manifiesto lo que no ven los ojos. Reflexionando sobre lo que se ve, se viene, por deduccio– nes, al conocimiento de lo que no se ve, y que late quizá en el fondo de las cosas. De la visión de los seres creados se elevaba Francisco de Asís a la contemplación del Dios Creador. En las mis– mas perfecciones de las criaturas, adivinaba, no sólo la existencia del Divino Artífice, sino también muchas de sus perfeccioaes: Su poder, su bondad, su hermosura, su pro– videncia... Fenelón era el preceptor del príncipe heredero de Fran– cia. Acostumbraba a salir todos los días con él al campo. Una espléndida mañana de primavera, el príncipe corría y saltaba alegremente, divirtiéndose con el agua, los pája– ros y las flores. De pronto, Fenelón le sorprende con una pregunta:

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