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EL AGUA VIVA Era el mediodía. El sol brillaba en medio del cielo, delramando sus haces de oro sobre la tierra. Jesús cami– naba por un ameno valle de Samaria, cerca de la ciudad de Sicar. Iba solo. Sus discípulos habían ido a buscar qué comer. Su silueta varonil se recortaba sobre el campo verde. A un lado y otro del polvoriento camino se tendía el tapiz de las praderas y de los trigales que comenzaban a madurar. En medio de la llanura zigzagueaban las cin– tas blancas de los caminos y senderos. Al Norte destacaba su franja azul el monte Hebal; al Sur erguía su frente el Garizim. Mientras Jesús caminaba todo era luz en el campo. Rei– naba un profundo silencio. Sólo se oía el canto de algún pájaro perdido en los trigales y el zumbar de los insectos. Jesús llevaba el rostro arrebolado por el calor meridia1_10, y algunas gotas de sudor perlaban su frente. Sus pies se veían cubiertos del polvo del camino. Así, fatigado, su– doroso, polvoriento llegó a la heredad donde está el lla– mado pozo de Jacob, contrastando el verdor del campo con el gris de sus piedras. Al llegar al pozo, se guareció bajo la bóveda que lo cubría. Allí resguardado de los rayos del sol, se sentó sobre el brocal del pozo para descansar, tendiendo su mirada a lo largo del camino que conducía a Sicar, como esperando a que llegara alguien a sacar agua. 79
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