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Ya se acercaba aquel hombre esperado. Estuvo aguar– dando a que cerrara la noche y se apaciguara el bullicio callejero. Embozado con un manto, vacilante, receloso, esquivan– do cualquier transeúnte, llega a la casa de Jesús, llama a la puerta, entra y cierra enseguida para que nadie note su entrada. Un momento después se halla frente a frente al Nazareno. Aquel hombre se llamaba Nicodemo. Era fariseo, doc– tor de la Ley, miembro del Sanedrín. Hombre honrado, abrigaba rectas intenciones; pero, en gran manera cau– teloso, deseaba a todo trance que nadie se enterara de la entrevista con el joven galileo que conmovía al pueblo. Era uno de los pocos fariseos que había reconocido la mi– sión del Bautista y aceptado su bautismo. Los hechos mi– lagrosos de Jesús y su sublime doctrina le habían impre– sionado y quería hablar con El para conocer a fondo sus pensamientos e intenciones. Mas temeroso de sus colegas y amigos, escogió la noche para hablar con Jesús y hacer-– le sus preguntas. Jesús aceptó su visita, y, al parecer, pasó hablando con él toda la noche, aunque de esta conversación no nos trasmite el Evangelio más que un breve diálogo. Comienza Nicodemo a hablar, y según costumbre de Oriente, inicia su conversación con una frase de benevo– lencia, equivalente a un saludo laudatori¿_ -- Rabí le dice -- , sabemos que has venido comü Maestro de parte de Dios, pues nadit> puedt> hacer los mi– lagros que tú haces si Dios no está con él. Jesús, en vez de contestar al modo oriental, con otra trase amistosa, eleva su conversación, hablando del reino espiritual que traía al mundo y del modo imprescindible para entrar en él. Esta fue su respuesta: -- En verdad, en verdad te digo que quien no naciere de arriba, uo podrá entrar en el reino de Dios. He aquí el fundamento de la doctrina del Joven Maes- 76
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