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Era una tarde límpida. En el cielo no. se veía una nube. El sol caminaba al ocaso. El calor iba menguando, y pron– to se alzó una brisa fresca y confortante. Al llegar a. la cima, el sol había ya transpuesto el Carmelo, dejando el cielo teñido de suave púrpura. Las tórtolas dejaban oir sus arrullos. La brisa redoblaba sus soplos. Después de arribar a la cumbre, los tres discípulos, cansados del viaje y de la subida del monte, se envuelven en sus mantos, se recuestan y quedan profundamente dor– midos. Jesús un poco apartado de ellos se pone en oración. En esto cierra la noche y la bóveda del cielo se cuaja de estrellas. Los discípulos seguían durmiendo. Jesús continuaba orando. Mientras oraba, penetrado de un vivo resplandor que partía de su mismo corazón, quedó transfigurado. Su rostro brillaba como el sol. Sus vestidos fulgían más nítidos que la misma nieve, con una blancura de luz de aurora. Era el resplandor de la divina esencia que atravesaba la envoltura de su cuerpo mortal. En medio del esplendor que circundaba a Jesús, dos varones radiantes de gloria, pertenecientes al Antiguo Testamento, conversaban con El. El uno era Moisés, el representante de la Ley; el otro Elias, el mayor de los Profetas. Hablaban de la mue.rte de Jesús y de lo que había de cumplirse en El, en la mis'ma ciudad de Jerusalén. Los apóstoles oyen el rumor de las voces. Medio dor-– midos, piensan si serán los discípulos que cansados de es– perar al Maestro en la llanura, han subido y están hablan– do con El. Abren los ojos y ven una luz tan resplandeciente que parece mediodía. Se extrañan de ello, pareciéndoles que la noche y la mañana no ha podido pasar tan rápida– mente. Se incorporan un tanto para ver al Maestro y le ha– llan totalmente transfigurado, hecho un verdadero fanal de luz. También observan a los dos personajes que con El hablaban. Ante visión tan extraordinaria no saben qué hacer. 169

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