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en su negativa. Ella entonces reitera su súplica: otra vez se postra a sus pies exclamando, desgarrada por el dolor: - iSeñor, socórreme! Pero ni aun entonces Jesús se quiere dar por ven– cido, y le contesta con esta frase algún tanto extraña en El, por la dureza que parece encerrar: - iNo es bueno tomar el l)an de los hijos y arrojarlo a los perrillos! La mujer entiende la alusión de Jesús: los judíos eran tenidos por los hijos de Dios, y a los paganos se les con– sideraba como perros, indignos de comer el pan de los hijos. Entre ellos se hallaba ella. No era para Jesús más que una perrilla. Pero esta frase en vez de exacerbarla, la vuelve humilde, dulce, amorosa. Jesús, como penetraba su corazón, tiene con ella un golpe; mas es de artista y por eso hace brotar del alma de aquella mujer algo así como un raudal de armonía. La mujer aprovecha las palabras de Jesús PªFª volverle el argumento con una delicadeza y una humildad admi– rables. Así le contesta: - Es verdad, Señor; pero también los cachorrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores. Jesús, ante aquellas palabras' inspiradas por una fe profunda, admirable, no puede resistir más; los senti– mientos represados en su corazón se desbordan y excla– ma en una explosión de gozo: - iOh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Ella oyendo estas palabras, rebosante de alegría se fue a su casa y halló a su hija curada reposando tranqui– lamente en su lecho. El regocijo, la paz, la satisfacción se reflejaban en su rostro plácido y sonrosado. Jesús continuó su viaje, reconfortado su corazón por ver que aun en las almas de la gentilidad abrian su es– píritu a las luces de la fe. 160
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