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ya el colmo de la insolencia. No habia duda para ellos, Jesús era un exaltado. Con este motivo surgió una vio– lenta disputa entre los judíos. Unos pensaban que aquel modo de hablar era escandaloso. Otros creían que aquellas palabras no habían de entenderse al pie de la letra, sino en sentido figurado. Comenzaron las protextas y se de– cían unos a otros: - ¿cómo puede éste darnos a comer su carne? Jesús en vez de retractarse de lo dicho o explicarlo en otro sentido, recalca más su pensamiento, diciendo de una manera clara y precisa: - - En verdad, en verdad os digo que• si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. E! que come mi carne y bebe mi sangre tiene !a vida eterna y yo le resucitaré en el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él... El que come este pan. vivirá eter– namente. Así terminó Jesús aquel discurso admirable, inespe– rado, en el que promete darse a los hombres en comida y bebida. P 1 ro aquellos hombres orgullosos no podían comprender estas cosas. No reflexionaban que así como había saciado en el desierto a cinco mil hombres con cin– co panes y dos peces, podía alimentarles, de una manera misteriosa, con su mismo cuerpo y su misma sangre. El orgullo cegó su mente, endureció su corazón. y así ce– gados y endurecidos pro,rrumpían en estas palabras: -- iDuras son estas palabras! ¿Quién podrá oírlas? Aquello era para Jesús una crisis dolorosa. Le hacían el vacío. Rechazaban su divino mensaje. Mientras se iban los que no creían en sus palabras, Jesús les seguía con una mirada de compasión y de tris– teza indefinibles. Siempte es desconsolador para un Maes– tro bueno el que sus discípulos le vuelvan la espalda. Sólo quedaban con El los doce. Jesús los miraba con 156

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