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Ella conocía ya al Nazareno. Un día en que más oprimi– da se hallaba por los remordimientos de la conciencia y en que el demonio de la tristeza la llenaba de tedio y desesperación, le vio pasar cerca de su castillo acompa– ñado d~ los discípulos y la gente que le seguía. El reflejo de santidad que se notaba en todo su continente, le llegó hasta el corazón. Notó en su rostro, en su gesto, en su mi– rada, en su andar, en todo el conjunto de su persona algo verdaderamente inexplicable. Era un soberano atractivo que, al mismo tiempo que cautivaba santamente su alma, hería su corazón de dolor y de vergüenza. La mirada del Nazareno era para ella una luz desconocida que le hacía comprender sus locuras y avivaba en su corazón la esperanza del perdón. Ella había oído que era amigo de publicanos y pecadores, a los que ofrecí.a el perdón, le regeneración del alma.' Tam– bién habría de perdonarla a ella y regenerarla. Aquella esperanza de perdón era pa,ra su corazón como un oreo del cielo, como un divino fuego que iba encendiéndola en santo amor. Llega a ella la noticia de que se hallaba el Nazareno en casa de Simón, el cual le había invitado a comer, y co– rre a la sala del banquete con el deseo de realizar un rasgo sublime inspirado por el amor y la gratitud. Se presenta luego ante la puerta. Si~ reparar en las miradas ni en los gestos de extrañeza de los comensales, sin decir palabra, se acerca a Jesús, se 9irrodilla ante sus pies y rompe a llorar copiosamente. Sus lágrimas como dos hilos de agua cristalina caen sobre los pies del Nazareno. Suelta sus largos y sedosos cabellos y con ellos, como si fueran un lienzo finísimo, enjuga aquellos benditos pies; imprime en ellos ternísimos besos; ab,re el pomo de ala– bastro y derrama sobre ellos el ungüento oloroso allí con– tenido. El pasmo se apoderó de todos los comensales. Simón estaba escandalizado. Jesús ya no era para él ni un san- 131

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