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nos y viandantes que llegan atraídos por el encanto del Naza,reno. Pasan por aldeas y granjas, cruzan alegres mon– tañuelas hasta llegar a vista de la ciudad de Naím. Allí aparece graciosa y bella, situada en la falda del pequeño Hennón a cincuenta kilómetros de Cafarnaúm y a doce de Nazaret. Enfrente se ve la llanura de Esdrelón con sus fértiles campos y al Nordeste se destaca el Tabor como una foftaleza. La ciudad estaba amurallada y se salía y entraba e!1 ella por una sola puerta. A las afueras se alzaba el cemen– terio con sus tumbas blancas y sus cipreses verdinegros. La campiña que la circundaba era alegre y productiva. Verdeaban los viñedos; los olivos dejaban ver sus copas plateadas; las mieses iban madu,rando; los lirios, las ané– monas y tulipanes lucían sus corolas y esparcían sus fra– gancias. Llegaba Jesús con sus discípulos y demás acompa– ñantes a la puerta de la ciudad, cuando he aquí que se oyen gritos lastimeros y cantos fúnebres. Un grupo nu– meroso de personas de la ciudad se disponía a salir de ella. Era un entierro. Lentamente desfilaba el cortejo fúnebre. Iban delan– te los tañedores de flautas arrancando de sus instrumen- 1 tos melancólicos sonidos. Luego seguía el cadáver envuel- to en lienzos impregnados de perfumes, colocado en unas parihuelas transportadas por cuatro hombres. El difunto llevaba la cabeza descubierta, y su rostro rígido y pálido daba indicio de que era un joven, segado a deshora por la implacable mano de la muerte. A los lados y detrás del féretro las plafüderas prorrumpían a coro en gritos y la– mentos; se golpeaban el pecho; levantaban los brazos al aire y se mesaban los cabellos. También tomaban parte en el cortejo fúnebre muchos parientes y amigos del difunto. ' Todos caminaban tristes, apenados, llorosos. Detrás del féretro venía una mujer llorando inconsolable. Sus 126
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