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que le fueron presentados, se sentó Jesús sobre un alto– zano teniendo enfrente aquella multitud. Más allá el lago reflejaba sus márgenes. Al sentarse el Maestro, todos com– prendieron que deseaba hablarles y se hizo un profundo silencio interrumpido únicamente por el agua de los rega– tos. Cada cual se acomodó lo mejor que pudo Pªfª no per– der ni una palabra de aquella plática campestre del Na– zareno. Por fin, abrió Jesús sus labios y fueron saliendo de su divina boca las más profundas sentencias pronunciadas en lengua humana. En ellas compendió su doctrina evangé– lica. Aquello era la perfección de la Ley, la Ascética más pura. la sinfonía del reino de Dios. Comenzó diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Los oyentes estaban maravillados. Nunca en el mundo se había oído cosa semejante. Hasta entonces los hombres estimaban las riquezas como una de las supremas as– piraciones humanas. Siempre se habían tenido po,r felice:, a los ricos. Ahora el nuevo Maestro, con una gravedad y persuasión desconocidas, afirmaba que los pobres de es– píritu, los del corazón desprendido de los bienes de este mundo, son los verdaderamente felices, porque ya co– mienzan en la tierra a poseer el reino de Dios. Tras breve pausa Jesús prosiguió: .. Bienaventurados los mansos, porqu!' ellos poseerán la tierra. Nuevas sorpresas se reflejan en los semblantes de aquellas gentes. Antes de Cristo la venganza se tenía por ley. Se aplaudía el arrebato, se ensalzaba la fuerza que lograba imperar sobre los hombres. Los fuertes eran los poderosos, los dueños de los pueblos y naciones. Jesús ha– bla de una fuerza desconocida: la humildad, la manse– dumbre, la dulzura que avasalla los corazones humanos, y sobre todo conquista el corazón de Dios. De nuevo reso- 117

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