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persona. debía agitar una campanilla y dar gritos. repi– tiendo esta palabra: -· i Impuro! i Impu,ro ! El viandante que oía los gritos del leproso se apar– taba lo más pronto de él para evitar el contagio. Si algu– no se sentía movido a compasión de aquel desgraciado, le dejaba alguna limosna en sitio patente; pero seguía adelante sin volver atrás la cabeza. No obstante este obligado aislamiento, el mencionado leproso, sin temer la infracción de la Ley, al darse cuen– ta de que el Rabí de Nazaret, tan compasivo pa¡a con to– das las desgracias humanas, se encaminaba a la ciudad, se resolvió a dejar la soledad del campo y no reparó en lle– gar a su presencia, sin hacer caso de los aspavientos que hacían cuantos le veían, pues, iqué horror!, era un le– proso. Llega ante el Nazareno. La mirada de Jesús, su ges– to, su g,ravedad, su dulzura al momento le dejan cauti– vado. Sin más, se pone de rodillas y, el rostro inclinado hacia el suelo, con voz que tiembla de humildad y amoro– sa confianza, le hace esta súplica: -- Señor, si tú quieres, puedes curarme. Jesús mira a aquel hombre de aspecto repugnante, del cual todos se apartaban con burlas y desprecios; y hondamente conmovido en su corazón, extiende hacia él la mano, con g¡an asombro de los espectadores. Pero la mano de Jesús no se contagia con el impuro. En ella está la salud y el poder de Dios. De ella puede brotar toda una fuente de vida. Jesús toca al leproso, y aludiendo a su humilde súplica, le manifiesta su volun– tad de curarle, diciendo: - Quiero; sé curado. Inmediatamente, al conjuro de la palabra de Jesús, la lepra desaparece de su carne; la cual queda fresca, sonrosada, rebosante de vida. · Era natural que aquel hombre, al verse curado, no 99

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