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vertical con el peso de los plomos y deja a flote los cor– chos. Tras unos instantes de espera, Simón tira de la red, ayudado de su hermano Andrés; pero la red pesa tanto que parece que se ha trabado en alguna piedra. Force– jean los dos hermanos; la barca se balancea por el es– fuerzo de los pescadores; las cuerdas de las mallas cru– jen y están a punto de romperse. Imposible sacar la red los dos solos. Hacen señas a los de la ot,ra barca. Rápi– damente llegan Santiago y Juan en su ayuda. Tiran en– tre todos de la red que está repleta de peces plateados. Van descargando los peces en una de las barcas, luego en la otra. Las dos se llenan hasta los bordes, de suerte que es un verdadero milagro que no se hundan. Poco a poco remando con algún esfuerzo, llegan a la orilla donde los espera Jesús. Aquello e¡a, en verdad, algo extraordinario, nunca vis– to en el lago de Genesaret. Simón estaba como fuera de sí por el gozo y la admiración que invadían su alma. No sabia qué hacer ante el prodigio. La alegría se echaba de ver en su semblante; pero sus ojos estaban húmedos, co– mo si en ellos fueran a brotar las lágrimas. Se encontraba por completo subyugado por el Maes~ro. Estaba dispuesto a seguirle hasta la muerte; pero, en medio del desborde de su alegría, se sentía anonadado, y la humildad le ins– piró un rasgo muy propio de su carácter impulsivo. Se puso de rodillas ante Jesús, diciendo: - Señor, apártate de mí que soy hombre pecador. No es de extrañar este arranque de Simón, porque estaba sobrecogido de pasmo al ser testigo de aquella pesca milagrosa. Igualmente sus compañeros estaban ma– ravillados, aunque guardaban silencio. Jesús miró a Pe– dro con inefable ternura, y con esta mirada llegaba hasta el fondo de su corazón y se extendía por toda su vida. Dándole a entender su futuro destino le dice: - No ternas: en adelante vas a ser pescador de hom– bres. 96

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