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Traducción del M. R. P. Marcos de Escalada 101 partida, hicimos nosotros una corta visita a Guradit, pueblo no lejano pero exento de las turbulencias e inquietudes que hormiguean en los lu– gares de tránsito. Aquí bautizamos a dos jóvenes de grandes esperanzas para la causa católica. A uno de ellos llamamos Morka y Berrú al otro. Tornamos al punto de destino y en breve emprendimos la marcha. 11. Partida de Beclzir.-El acompañamiento del príncipe Uandie constaba de unas 600 personas, en su mayoría soldados, y esa era tam– bién nuestra escolta en esa ocasión. Dióse, pues, la señal de la partida y rompemos marcha. De vanguardia íbamos el Padre Justo, que aquí se unió a nosotros, el citado Padre Stella y mi humilde persona. Seguía el mismo príncipe Gebrú, rodeado de siervos, esclavos y mujeres, y, por fin, el grueso del ejército. Nuestro acompañamiento era, pues, numeroso y honorable, sobre todo por la presencia del príncipe Uandie, que en toda aquella comarca gozaba de fama de santo (más adelante veremos la suerte de santidad que era esa). Practicaba, en efecto, con escrupulosi– dad los rezos del salterio y los ayunos, y observaba externamente todo lo que suele crear entre los abisinios ese ambiente de virtud y santidad. Consigo llevaba siempre el confesor, el cual era también de los que des– pedían olor de santidad abisinia: de semblante grave y severo, alto de estatura y bien trajeado, lucía hermoso turbante blanco y erguía su cabe– za rebosando prepotencia al lado de su penitente. 12. Forma del carnparnP11fo abisi11io.-Ya que hablamos repeti– das veces del campamento abisinio, paréceme oportuno dar aquí una so– mera idea de su forma y del modo de construirlo. Suponed la llegada del ejército con toda su comitiva a un punto cualquiera donde se ha de cons– truir. Dan la señal, y... ¡alto! El jefe de la columna expedicionaria indica el sitio donde quiere fijar su morada, y al punto sus sirvientes extienden a toda prisa una gran piel en el lugar señalado. Se sienta sobre ella el príncipe o jefe, y al punto uno de los criados le pone delante el salterio, y comienza el rezo pausado de los salmos. Debo advertir que en la pre– sente ocasión hacían con nosotros lo mismo que con el príncipe. Mientras éste continuaba el rezo, los soldados y criados iban levantando a toda prisa las tres tiendas que se suelen colocar para comodidad y buen orden de la numerosa comitiva. Una de esas tiendas era exclusiva para el prín– cipe o jefe de la expedición, la segunda para las personas distinguidas a quienes el príncipe quería honrar (en la ocasión presente fuimos nosotros los obsequiados). Y la tercera para la servidumbre y otros menesteres necesarios, como la cocina, etc. Construidas las tiendas, comenzaba la faena de preparar lo necesario para el cotidiano alimento. Degollábanse las víctimas, cortábase la leña, traíase el agua y se disponían los lechos para descansar. Admirábame en gran manera la destreza y agilidad con que aquellos jóvenes ejecutaban todas esas cosas. Parecía entonces toda aquella caravana un vivo hormiguero por la actividad y apresuramiento con que trabajaban. El príncipe no quitaba ojo de todo cuanto se hacía; a pesar de su seriedad en el rezo, miraba con garbo aquí y allá, y ora llamaba a éste, ora al otro, y a todos daba órdenes de hacer tal o cual cosa para que todo saliera perfectamente. Lo mismo hacía su confesor, que sentado muy orondo al lado de su ilustre penitente, lo miraba y ob– servaba todo desde su magnífico sitial.
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