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98 Mis treinta y cinco años de Misión en la_A_J_ta_E_ti_o.;...p_ía_____ apretamos el paso, pero en vano. Porque echando ellos a carrera tendida nos alcanzaron. ---¡Alto!-- nos dijeron, y sin otra ceremonia se arrojaron s0bre nos– otros y nos amarraron codo con codo. Nuestros sirvientes trataron de defendernos, pero todo fué imítil. A unos y otros nos pusieron en preti– na, cubriéndonos de cadenas. --¿Qué es lo que queréis?-Jes dije a aquellos verdugos. --Nosotros, nada-me contestaron-pero tenemos orden expresa del príncipe Berrú-Lubó, de arrestaros y de llevaros a su presencia. Traté de traerles a razón, poniéndoles delante la manifiesta injusticia del acto y el desafuero que cometían contra el rey del Xoa, invadiendo a mano armada su territorio, pero todo fué inútil. Amarrados como estába– mos, nos hicieron echar pie atrás, bajo la custodia de una pareja de guar– dias cada uno. 3. El Rosario de los afligidos. --En tan apretado trance no hubo otro remedio que c¡¡llar y repasar por fu,~ ·za la frontera, siguiendo el camino que nos indicaban aquellos embrutecidos guardias. En el castillo de la frontera volvimos a ver al jefe de la guarnición, pero ¡qué diferen– cia en el recibimiento! Su mirada torva y ceñuda patentizaba él encono de su corazón contra nosotros. Convocó a los pedáneos de las aldeas cir– cunvecinas y celebró consejo. El resultado fué conducirnos maniatados, como esbíbamos, a la presencia del príncipe Berrtí-Lubó. Pero ... ¡qué viaje, Dios santo! Eranos forzoso andar a su antojo, a prisa o despacio, c,111sados o debilitados ... poco les importaba a ellos; el caso era avanzar. Privados de libertad hasta para lo más preciso y necesario, aislados unos de otros, sin la ayuda de nuestros sirvientes, y en poder de aquellos in– hunnnos y groseros guardias, no pudimos nihacer nuestras diarias de– vociones y rezos. La fuerza bruta nosdispensó aquellos días de la obli– g:1ción cotidiana. En fin, maltrecho y rendido, con la pesadilla del funesto desenlace de aquella aciaga aventura, saqué fuerzas de la misma debilidad y dando aviso lo mejor que pude a mis compañeros, que se hallaban poco m ís o menos en la mistn<i situación angustiosa, comenzamos a rezar el ,,Rosario o Corona de los afligidos)). Era esta oración mi mayor consuelo en semejantes trances. Consistía en el rezo de cinco decenas del versículo latino Fíat voluntczs tua, precedida cada decena de un Padrenuestro. 4. Los diez fpopardos de San Ignacio martír. -Al repasar el ca– mino, maniatado y prisionero entre aquellos grotescos guardias, vínome a las mientes el recuerdo de San Ignacio martir, llevado también preso de Antioquía a Roma por diez inhum'.ll10S soldados, a quienes el santo calificó de leopardos por su fiereza. Y en verdad que la denominación venía aquí también de perlas. Pues hicieron estos guardias tal abuso de su soez comportamiento, que me hicieron sufrir por ello más que por todos los malos tratamientos de que físicamente fuí objeto, y eso que éstos lo fueron en abundancia y de todo género. Jóvenes libertinos, di– solutos y desvergonzados, además de mofarse villanamente de nosotros, permitíanse ante nuestras barbas acciones tan indecentes e impúdicas, que con frecuencia nos hacían sonrojar de vergüenza. Y para colmo de mis desgracias, ni dirigirles podía una palabra de reconvención o buen consejo, pues desconocía enteramente su idioma. Mis compañeros, que
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