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Entre las familias nobles de entonces, al menos en Alemania, exis– tía la costumbre, acaso por la influencia de los monjes, de elegir el último día del año, el santo protector especial de cada miembro de la familia para los trescientos sesenta y cinco días del año siguiente. Se echaba a suertes y cada uno aceptaba como patrono del año el santo que le tocara. En el castillo de Wartburg se utilizaba una tabla redonda en la que se sujetaban doce velas. Cada una llevaba el nombre de uno de los apóstoles. Se hacía girar la tabla varias veces y luego cada miembro de la familia cogía una vela; el apóstol cuyo nombre figuraba en ella, sería su protector especial para el año entrante. A Isabel la tocó ese año el apóstol san Juan , el discípulo amado, que había recostado su cabeza sobre el pecho de Cristo y luego siguió a su maestro hasta el pie de la cruz. Isabel sintió siempre especial ilusión por san Juan , era el apóstol que siempre le había inspirado mayor devoción. Dio nuevamente y por tres veces vuelta a la tabla y obtuvo siem– pre el mismo resultado; no dudó entonces que detrás de un suceso al parecer tan intrascendente andaba el Señor; san Juan debía ser para ella ese año su modelo y maestro evangélico. Terminamos este capítulo, clave para adentrarnos algo en los íntimos repliegues de la santidad de Isabel, con una anécdota donde no sabemos qué admirar más si su portentosa sensibilidad religiosa o la absoluta libertad de acción cuando se mueve en el campo de las cosas de Dios. Ocurrió el día de la Asunción de la Virgen de 1216. En la ciudad de Eisenach se celebraba esta fiesta con especial solemnidad porque la organizaban los caballeros de la Orden Teutónica. Se ganaba tam– bién especiales indulgencias concedidas por el Papa a la parroquia por estar dedicada a la Asunción . Además los campesinos hacían la ofrenda de los frutos del campo con ceremonias tradicionales. La duquesa llamó a las dos princesas, Isabel e Inés y les habló así: «Hoy vamos a bajar a la ciudad, porque es tradición en el 41