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de septiembre. Faltaban cuarenta y cuatro días para que termina– se la gran guerra, poniendo fin a tanto derramamiento de sangre. En la mañana de aquel 20 de septiembre el convento estaba más vacío que nunca. El superior se encontraba en San Marcos en Lamis, con el fin de preparar la fiesta del apóstol San Mateo; fray Nicolás, el limosnero, había salido, con las alforjas al hom– bro, a pedir. Sólo quedaba el P. Pío, el cual, una vez terminada la misa, mientras sus estudiantes se encontraban en el patio en la hora de recreo, permanecía en el coro, en oración. Su oración podía ser en sufrágio de las víctimas de la guerra y de la epidemia. O acaso se ofrecía en ella como víctima porque terminaran una y otra. Da pie para pensar eso su sensibilidad ante los sufrimientos humanos y su disponibilidad generosa para pagar por los otros. La iglesia desierta, en aquel pueblecito de la montaña también desierto, convidaba a intensificar la oración. El padre, arrodillado en el coro, levantado sobre la puerta de entrada a la iglesia, ocupaba el sitio reservado al vicario, el asiento hacia el centro a la izquierda, en la fila tercera y última. Delante tenía un crucifijo, izado sobre la balaustrada del reducido coro, desde el cual se ve la capilla del presbiterio. Aquel crucifijo es de madera de ciprés. El desconocido escul– tor del siglo XVII, poco preocupado por las proporciones anató– micas, consiguió dar al Cristo moribundo una expresión doloro– sa, aunque un tanto ruda. El acentuado colorido de la sangre, que brota de las numerosas heridas, impresiona al que lo contem– pla. Cristo, con los ojos abiertos, aparece dolorido, atormentado, con el cuerpo en movimiento, en busca de una postura menos dolorosa. A la sangre vertida en la gran guerra, al llanto de los que mueren y de los que sobreviven a la epidemia, a la sangre cho– rreante de este crucifijo de madera, se suma otra sangre: sangre viva, sangre caliente. No hubo ningún testigo del hecho. El P. Pío estaba solo. Es el único que nos lo puede contar. Lo dijo, con el ·rigor documentado de una crónica, al P. Benito, su director espi– ritual, después de treinta y dos días, en carta del 22 de octubre de 1918. Este le había requerido que lo dijese "exactamente y punto por punto, todo, y por santa obediencia". "Estaba en la mañana del 20 del mes pasado en el coro, después de haber celebrado la santa misa, cuando me sentí sobre– cogido de una quietud, semejante a un dulce sueño. Todos los 92

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