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primero". "Me falta materialmente tiempo -informaba seis me– ses después, el 29 de julio- . Las horas de la mañana las dedico casi en su totalidad a oír confesiones". ¡Designios de Dios! Aquel sacerdote, cuyo espíritu "está siem– pre envuelto en tinieblas, que cada día se vuelven más densas", sabe iluminar a quienes se acercan a él cargados de problemas. Aquel capuchino que siente desgarrársele el corazón hasta el punto de parecer que se le rompe, sin encontrar reposo y sin lograr siquiera desahogar "con el llanto el martirio interior", sabe consolar muchas almas y logra arrancar lágrimas salvadoras a otras muchas. El que se confiesa "perdido en lo desconocido", el que está tan necesitado de guías espirituales, señala con aplomo el verdadero camino a muchedumbres. Se están abriendo para él horizontes ilimitados de trabajo, que paga a un precio muy alto . En realidad esos trabajos no le dispensan de la noche oscura del espíritu, la cual debía seguir purificándole. Resultaba tolerable únicamente por el amor que le sostiene, aceptada con todo el padecer que la acompaña, "privado de todo alivio". Deja entrever esta noche, en toda su pavorosa oscuridad, en la carta del 4 de junio de 1918: "He llegado al punto de no poder más... Como nunca, sentí el alma llena hasta los bordes de una extremada turbación. Siento que la mano del Señor ha descarga– do sobre mí, siento que el Señor está demostrando todo su poder al castigarme y, como hoja arrastrada por el viento, me rechaza y me persigue. Ay de mí, que no puedo más. No puedo sostener más el peso de su justicia. Me siento destrozado bajo su mano poderosa. Las lágrimas son el pan de cada día: me agito, le busco, pero sólo le encuentro en el furor de su justicia... Desde mi lecho de dolor, desde mi cárcel expiatoria, en vano trabajo por salir fuera, a la vida". El luchador declara que quiere permanecer fiel a toda costa: "Me doblego y trabajo por doblegar voluntariamente mi cabeza a todos los golpes de la justicia divina". Como Jesús en la cruz, también él "triturado bajo la potente mano de Dios, justamente indignado", grita: "Dios mío, Dios mío ... Sólo acierto a decirte: ¿por qué me has abandonado? Fuera de este abandono yo ignoro, lo ignoro todo, hasta la vida que ignoro vivirla". Dos meses después de este desahogo de la "atormentadísima 86
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