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un terreno calcinado y seco, bellísimas flores. Pero, Dios mío, qué prueba tan dura nos aguarda antes que esto suceda". El 3I del mismo mes se declaró dispuesto a afrontar el propio deber de ciudadano de Italia: "Debemos cumplir todos con nues– tro deber, en la medida de nuestras fuerzas ... Si la patria nos llama, hemos de obedecer a su llamada. Si esta llamada nos impone pruebas dolorosas, aceptémoslas con resignación y con valentía... La prueba es dura para todos, pero sobre todo para mí. Mas levantemos el corazón a lo alto, a Dios... Todos debemos cooperar al bien común y hacernos propicia la misericordia del Señor en esta hora grave, con una oración humilde y fervorosa y con la enmienda de nuestra vida". El I8 de marzo de I9I7 escribía con toda claridad, refiriéndose a los estragos causados por la guerra, que se encontraban "todavía a la mitad de la prueba", de una prueba "muy larga". Como mediador entre Dios y sus propios hermanos, en una de las visitas que le hizo el Señor a mediados de diciembre de 1917, el fraile soldado pide "con más insistencia que tenga compasión de las pobres naciones, tan probadas por la desgracia de la guerra y que por fin su justicia deje paso a su misericordia". Dios no le respon– dió "sino con una señal de la mano, que solía significar: despacio, despacio". En carta del 10 de mayo de 1918 predecía el día de la paz: "Este día se acerca y nos encontramos en el límite del día borrascoso". El P. Pío es siempre el mismo: el hombre que intercede. Más que con el uniforme caqui, en aquellos días que -evocando humorísticamente a Napoleón- llamaba "mis cien días", sirvió a Italia con la plegaria y con la inmolación. En espera de almas y "asalto del serafín" Vuelto de nuevo al silencio del convento de Santa María de las Gracias, el P. Pío -ahora soldado del Señor para la salvación de muchos- reasumió su función de oración y de sacrificio. Por más que los médicos militares le habían dicho palabras sin espe- 83

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