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pasión", ofrecerse al Señor "víctima por los pobres pecadores", hasta llegar a conjurar al Dios justo y misericor,dioso que se dignara "cargar" sobre él "los castigos preparados 'a los pecado– res". El P. Benito le había contestado afirmativamente: "Sufre, gime y llora por los malvados de la tierra". Ya en septiembre de 1912, dos años después de ordenarse sa– cerdote, vio con toda claridad su camino. Le refiere al P. Agus– tín: "El se escoge almas y entre ellas, a pesar de toda mi indigni– dad, escogió también la mía para tener quien le ayude en el gran asunto de la salvación de los hombres". Como testimonio de que el frailecito que vive en las estriba– ciones del Gargano, se ve a sí mismo en presencia del mundo entero, de los hombres todos, necesitados de salvación, tenemos numerosas páginas de su epistolario. El que escribe esas cartas deja escapar sus ansias de salvar y de santificar, aunque no se' le ocultaba que el precio de la salvación y de la santificación será cruz, sufrimiento, congoja, agonía, muerte. El 14 de octubre de 1912 escribe: "Jesús mismo quiere mis sufrimientos; los necesita para las almas... ¡Qué destino! Oh, el dulcísimo Jesús, ¿a qué altura ha levantado mi alma?" El 12 de marzo de 1913 transcribe "los justos lamentos" de Jesús y su propia decisión: "¡Con cuánta ingratitud se paga mi amor por los hombres! ... Mi Padre no quiere aguantar más... Los hombres, viles y flojos, no se hacen ninguna violencia para vencer las tentaciones, sino más bien se gozan en su iniquidad. Mis almas más queridas, puestas a prueba, desfallecen, las débiles se abandonan al desaliento y a la desesperación, las fuertes se van relajando poco a poco... Ya no se preocupan del sacramento del altar... Nadie se interesa por mi amor... Hasta mis ministros... ellos deberían confortar mi corazón...; deberían ayudarme en la redención de las almas... Hijo mío, añade Jesús, necesito víctimas para calmar la ira justa y divina de mi Padre; renuévame el sacrificio de ti mismo y hazlo sin reservarte nada. Yo lo he renovado ... el sacrificio de mi vida". El 6 de noviembre de 1919 da cuenta de la dulcedumbre que le viene de lo alto y de la amargura que le asedia en derredor: "La mirada se posa... sobre los propios hermanos de los que se ve rodeado y esta mirada de nuevo se siente amargada. La dulzura suprema, cuando el alma se dirige a Dios y la suprema amargura, 141

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