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se podido ver en aquel momento el aspecto del P. Pío habría descubierto claramente la gran repugnancia y la confusión que sentía, por la palidez del rostro, corno he podido constatar con mis propios ojos". Los pañitos teñidos de sangre, para no enseñarlos a nadie, se los lavaba él. Y corno atestigua un superior suyo, el P. Paulino: "En cuanto a los pañizuelos teñidos de sangre... estoy seguro ... que el P. Pío los lava él mismo, y ni siquiera a nosotros nos los entrega". Tan reservado era el P. Pío que, una vez acaecida la estigrna– tización, no dijo una palabra ni siquiera al superior. Es su supe– rior, el P. Paulino, quien escribe: "Nunca hablaba de sí mismo, por lo que ni siquiera en una circunstancia corno ésta, tan impor– tante en-su ,vida, le oí nada al respecto. Por el contrario, hacía cuanto estaba en su mano para ocultar el don de Dios, tratando. de cubrir sus manos con el hábito antes de habérsele ocurrido usar guantes". Mucho menos se abría a los periodistas. "En 1919 -recuerda el P. Dámaso de San Elías en Pianisi, testigo ocular- el P. Pau– lino, superior, presentó al P. Pío unos periodistas que pedían insistentemente hacerle una entrevista. Lo que no logró el supe– rior, lo consiguió el P. Pío con un gesto sobradamente enérgico!', diciéndoles que se ocupasen de sus asuntos. El periodista Renato Trevisani, que pudo hablar con el P. Pío, cree deber decir por adelantado que el P. Pío desconocía que fuera periodista. "De lo contraüo me hubiera resultado muy difícil acercarme a él". Gra– cias a haber conseguido acercarse a él y a lo que observó perso– nalmente, Trevisani asegura: "Por sus modales, por el modo de expresarse, uno se percata de que le gusta muy poco llamar la atención. No le gusta que en torno a su persona le apremie la curiosidad del público. Solamente se siente feliz con las almas sencillas que van a él con una fe sincera, agobiadas por un dolor, que ponen en Dios todos sus deseos y esperanzas". El P. Pío revela su yo, colocado frente al misterio de los estigmas, en brevísimas líneas de sus cartas, las que escribe en los meses que siguen inmediatamente a la estigrnatización. Esas no– ticias sueltas semejan fragmentos de un cuadro o las piedras de un mosaico: juntadas todas, nos dan una idea del drama del que él -el estigmatizado- es actor y espectador, aun cuando los destinatarios no saben que la mano que escribe está herida. 13 I
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