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Cuando se esparció por Europa la noticia de la ocupación holandesa del norte del Brasil, en 1630, en lo primero que pensó fue en las profanaciones que los invasores calvinistas habrían cometido con las especies eucarísticas en las iglesias. Presa de esa congoja -dice- «me estaba querellando al eterno Padre y suplicándole que, por manos de ángeles, las hi~iera traer a este templo con el santísimo Cuerpo de su Hijo. Estando en esto, llegó la hora de comul– gar y fui con estas ansias a recibir a su Majestad, el cual parece se dio por gustoso de ellas, y me con– scló diciendo: -Ya me comes y me traes de allá» (fº 11v). Era, pues, el retiro conventual la plataforma, por decirlo así, para su acción apostólica. Hubiera que– ri::lo hacer partícipes a todas las almas de buena voluntad del bien que Dios le comunicaba a ella: «En cuanto a mis prójimos -escribe-, pa– dezco pena y dolor, porque no los puedo atraer a que gusten de esta dulzura y conocimiento de esta suma verdad, y que ahoguen su capa– cidad. Quisiera ser una santa muy poderosa, para hacer un trueco en ellos; y como llego a reconocerme impotente para esto, me contris– to y aflijo. Con un ¡ay! del corazón me quedo, haciéndO'los participantes de mi pobreza de bienes» (f 0 138r). Labor a través de la reja conventual Sería Dios mismo quien le mandara las almas ne– cesitadas de luz y de consuelo. Sabemos de algunas personas de nota que se hallaron en ese número. Una fue doña Gracia Casanace, de una ilustre casa de Tarazona, «gran sierva de Dios y persona de g;:-ande oración -escribe sor María Angela-; tenía- 139
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