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pontificia «ajustado y conforme a la ley evangélica, Regla de santa Clara y decretos del concilio de Trento». Todo era necesario para prevenir polémicas esté– riles. Hay, además, una cláusula que pudo respon– der a algún problema suscitado con relación a los superiores mayores de la orden capuchina, algo que no queda claro a la luz de los documentos conoci– dos: «Con condición que los superiores de dicha Orden, que son o por tiempo serán, no puedan ha– cer ni ejecutar cosa alguna de todas las sobredi– chas, sino con consentimiento y licencia de los or– dinarios de los lugares en que los monasterios de la misma orden estuvieren fundados y levantados». A primera vista no es sino la reafirmación de la sujeción de los monasterios a la jurisdicción epis– copal. Pero sabemos que hubo un «ministro» o su– perior mayor capuchino, cuyo nombre se ignora, que puso a prueba la entereza de la celante abadesa con ciertas ingerencias que afectaban a la interpre– tación de la vida profesada por las capuchinas 5. Sospecho que se tratara de alguna presión ejercida para hacerles aceptar el texto de las Constituciones denominadas del Santísimo Crucifijo, de Roma, pre– sentado como «más perfecto» por la rama Valen– cia-Madrid 6 • 5 L. I. ZEVALLOS, Vida, 133. • Un ejemplo de lo que era, en aquella época de clima reformista, esa puja de prestigio por lo «más perfecto» lo tenemos en lo sucedido en Granada. Deseando las capuchi– nas de este convento, primero fundado en España, entron– car con los de las clarisas capuchinas, fueron llamadas por el arzobispo dos de las fundadoras de Madrid, con el fin de que las introdujeran en la observancia de la Regla de santa Clara y de las Constituciones. Las dos llegaron en 1:620, no sin cierto aire de «reformadoras». Pero hubieron de regresar a la corte al cabo de tres meses, después de serios disgustos. 130
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