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He visto partir promociones de misioneros a países lejanos. Y lejos de todo romanticismo, los he envidiado y admirado. La figura elemental y magnánima del misione– ro me causa admiración. Nunca he podido imitarles. Tal vez, porque Dios no me llama. Tal vez, porque tengo po– ca valentía. Y se necesita. Me he esforzado, sin embargo, en dar a conocer en mis escritos sus trabajos y sacrificios. Se les despide, casi siempre, con la frase emotiva y jovial de Isaías: - "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice: "Ya reina tu Dios". (Isaías. 52,7). Pies caminantes portadores de fe y dé paz. O manos que agavillan, como en expresiva imagen dijo Jesús: "La mies es mucha los obreros pocos. Rogad al Padre de la mies que mande operarios". Manos laboriosas para el reino. Estas y aquellas otras palabras de los hechos de los Apóstoles: "Marcha, porque te enviaré lejos". (Act. 22,21) han sido acogidas por muchos que se gastan y des– gastan, sin otra paga que la gracia de Dios, lejos, en otros climas, con otras gentes... Parten jóvenes y vuelven canosos y trabajados. Co– mo en los versos de A. Machado: "Vimos partir hacia un país lejano. / Hoy tiene ya las sienes plateadas". Llevan las manos finas y las traen encallecidas. Escondían tal vez alguna pretensión humana y vuelven dispuestos a los hu– mildes servicios. Regresan sencillos y fuertes. Después de unos años, no son los mismos. ¡SON MEJORES!· 88
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