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La pregunta me la dirigió, de buenas a primeras y sin mediar saludo, un hombre en la calle: - ª¿Es usted un hombre convencido?". Le miré fuertemente a los ojos. Reconozco que mi mirada no debió de ser muy mansa en la primera reacción. - "Procuro serlo", le contesté un tanto displicente. - "Es que a mí -¿sabe?- no me convence nada de eso. Vamos, su vida y la de los que viven como usted. Eso de la religión", aclaró. Sonreí. Después me contó: ªMire usted, yo no he conocido a mis padres. Me he criado por ahí, como los perros sin co– llar. He ido creciendo mal alimentado y con una enferme– dad. Ahora ya ve... Ahí es todo... , bueno, me emborra– cho de cuando en cuando... Le cuento todo esto porque quería hablar con alguien. Era una disculpa para tomar tierra y ... pedirle algo de dinero". - "No llevo ni dos pesetas, amigo, le dije, pero pue– do seguir escuchándole. Su conversación me agrada... ". - "Tenga -me atajó alargándome mi propia cartera vacía con el carnet de identidad-, le robé hace media hora en la aglomeración de la calle. Se la devuelvo vacía como estaba... Adiós". Y se fue. Era un hombre educado, ex– tr'año y andrajoso. Se me quedó el alma reblandecida y mecánicamente comencé a recitar la canción del "Chaparroncito" que Sebastián Salazar escribió en literatura "quechua": "Chaparroncito, chaparroncito, I mira, no le mojes, I que tiene la manta corta. I Granizada, granizada, I no le granices, / que tiene poncho chico. / Ventarrón, venta– rrón, I no le ventees, / que va andrajoso". 134
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