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36 Muchos oran a "escondidillas". Una de las escenas que más me impresionaron, -seguramente que a muchos de vosotros, amigos, también-, en el último terremoto de México, fue el ver a familias enteras de rodillas pidiendo a Dios un "milagro". Los fotógrafos de prensa y televisión dieron testimonio: - "Pido un milagro a Dios para que salve a mi pa– dre, a mis hijos", imploraban. Otra dramática imagen ha sido, tras la erupción del volcán Nevado Ruiz, en Colom– bia, la de la pequeña Omaira que casi sepultada en el ba– rro, invitaba a orar. Es una nueva lectura de aquel evangelio al paso de Jesús: - "Señor que vea". ¡Pedir el milagro! Los hombres de hoy tienen vergüenza de pedir_mila– gros. Nos parecemos a los niños tímidos que necesitan al– go, lo quieren y no se atreven a pedirlo. Se ahonda, se es– pecula mucho sobre la carencia de fe y se generaliza de una forma alarmante en estadísticas, algo así como si casi todos los creyentes estuviéramos a punto de darnos de ba– ja. Ni la descristianización -la palabrita se prodiga- es tan general, ni, por supuesto, la mayoría de las veces tan sincera. Hemos de aceptar las estadísticas como mero sín– toma. Incluso con un cierto humor, como la de aquel se– manario que preguntó a los obispos "por qué creían". 114

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