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iglesia, haciendo su meditación de la tarde. Tampoco los pájaros, que tan ruidosa algarabía solían formar durante las horas de sol, parecían respirar ahora: descansaban to– dos en quieta mudez por las ramas de los árboles, o en las docenas de nidos que se escondían bajo el alero de los tejados y en los huecos de las paredes. Paz, paz, paz; paz y silencio parecían ser el alma de aquel trance crepus– cular que separaba el día de la noche; paz y silencio perfumados por las últimas emanaciones de las flores, que se despedían de mayo apretando en recogimiento noctur– no los pétalos de sus pequeñas o grandes corolas: lilas, magnolias, peonías, hortensias, dalias, alelíes, tulipanes, calas, azahar o cinamomo... Paseando por los caminos del jardín, el P. Fidel sen– tía vibrar aún en su alma las notas melancólicas de los cánticos con que se había hecho la despedida a la Virgen en aquella última tarde de su florido mes... ¡ Era una pe– na! ¿Por qué todas las cosas bellas de la vida se tenían que acabar tan pronto? Sí, era una pena que mayo se despidiera ya, para no volver hasta dentro de once largos meses, meses que traerían una amplia colección de días penosos y semanas poco gratas; era una pena el que for– zosamente, cuando se presentase de nuevo mayo, fresco y primaveral, se le tuviera que recibir con una arruga más en la frente y en el corazón. En la acariciadora dulzura del jardín semidormido resultaba lo más grato no pensar en nada, abandonarse a un melancólico sentir, dejarse llevar de sensaciones o im– presiones indefinibles... Pero, sin saber por qué, el pensa– miento del P. Fidel fue a parar a una especie de examen de conciencia, a un como vago recuento o balance de lo hecho en aquel mes cuyas últimas horas estaba saboreando. En verdad, podía sentirse algo contento. No había rea– lizado todo lo que hubiese «querido» hacer, quizá ni si– quiera todo lo que hubiese «podido» hacer... ; pero algo sí se había esforzado. No estaba muy seguro de haber acer– tado en todo, pero sí lo estaba de que Dios no mira preci– samente al acierto, sino al esfuerzo y a la buena voluntad, y de estas dos cosas tenía él la conciencia de no haber andado escaso. ¿Y el fruto? Tampoco esto era propiamente de su in– cumbencia. Por otra parte, resultaba bastante prematuro 7. - Témporas ... 97
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