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tiva soledad, fácilmente le ocurría el detenerse al pie del árbol con la pregunta de si aquel copudo nogal de folla- verdinegro no estaría ya para siempre ligado a la his– toria de algo que aún nadie sabía cómo podría seguir. El estaba seguro de que «todo aquello» (que ya empezaba a comentarse) no llegaría a ser, ni en el peor de los casos, una lamentable suma de «energías y tiempo perdidos»; si no resultaba lo que él se proponía, le quedaría al me– nos de todo ello una valiosísima experiencia de vida. Fundamentalmente se sentía muy decidido y animo– so, pero no todos los días eran iguales los ánimos. Aun– que fantaseaba bastante, no dejaba de ver objetivamente la realidad: y la realidad, ¿se presentaba acaso con el color de las rosas de junio? Empezaban ya a apuntar di– versas dificultades externas; y lo que era peor, los ele– mentos humanos con los que por entonces podía contar él para su obra, no mostraban ser de muy alta calidad. Entre las dificultades externas, la inmediata y casi peor era la de que no sabía dónde celebrar las reunio– nes futuras. Del nogal había que despedirse. Al parecer, aquellas reuniones de muchachos seglares «intra septa monasterii» resultaban un poco extrañas para la seria tradición conventual, y algunos religiosos ya habían ex– presado sus desaprobatorios puntos de vista. Estaban en su derecho. Por lo que se refería a las dificultades «internas», echá– base de ver que los pocos jóvenes que se habían ido pre– sentando hasta entonces no tenían, en general, aire de prometer mucho: poca cultura, personalidad opaca, dan– do impresión de vulgaridad, con aspecto de ser más aptos para llevar las cintas o cordones de un estandarte que para lanzarse a hacer «una barbaridad» si fuese necesa– rio... Muy probablemente nunca dejarían de ser buenos; quizá eran incapaces de llegar a ser muy malos, pero tam– bién incapaces de dar el do de pecho en el servicio de un alto ideal. De ellos podría esperarse que fueran bue– nos «cumplidores de los reglamentos», y que no faltaran casi nunca a los actos más solemnes y generales... De todo esto se dio pronto cuenta el P. Fidel de Pe– ñacorada, pues no tenía «mal ojo» para valorar a las personas con quienes trataba más de una vez; pero había en su alma un admirable fondo de resistencia a estas 93

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