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- Es natural que ahora lo vea más claro todo, des– pués de lo mucho que he pensado sobre las cosas que le he oído privada y públicamente a usted. No podemos en– contrar satisfacción en las cosas de aquí abajo, porque no estamos hechos para ellas; vivimos siempre anhelan– tes, buscando algo que nunca acaba de llegar, porque vamos oscuramente caminando hacia cosas que no se ven, pero que deben ser maravillosas... ¿No está aca– so aquí la verdadera, la más honda explicación de los infinitos y confusos anhelos que agitan tan frecuentemen– te nuestro espíritu? Usted mismo lo ha querido grabar de la manera más bella en mi alma al decirme antes el pasaje de Hugo Wast y la sentencia de San Agustín. ¿No es eso? - Eso es. Y puedo redondear mi lección con otra cita. José Selgas, poeta que debió de estar de moda hace unos decenios, aunque hoy apenas haya quien se acuerde de él, se encara en una composición suya con este siem– pre insatisfecho anhelo de felicidad que todos llevamos dentro y dice: «Luz de misterioso arcano, vaga sombra celestial: tú eres en mi corazón la eterna revelación de mi espíritu inmortal». »Indudablemente, esos misteriosos anhelos que bu– llen en nuestra alma han de ser para nosotros como una constante advertencia o revelación de que ni somos de este mundo, limitado y caduco, ni para las cosas de este mundo hemos nacido. - Sí, es verdad, Padre; pero llegan días u ocasiones en que parece que una se cansa de estar siempre en vilo, con el alma en tensión hacia las cosas que esperamos..., y que aparecen casi siempre tan lejanas. En tales días u ocasiones una quisiera poder satisfacerse con las po– bres cosas de aquí abajo, y descansar, y quedarse senci– llamente a gusto, sentirse dichosa... ¿Por qué esto no pue– de ser? Para mí al menos resulta imposible. Otras en cambio, parecen andar por ahí muy felices y satisfechas. 89
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