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zón, el alivio de sentir que el alma se me adormecía en un bendito descanso. »Durante mi estancia en Madrid pasé una temporada de mucho sufrimiento... Uno de los Directores Generales del Ministerio, a cuyas órdenes trabajaba, se interesaba muchísimo por mí, como si fuera su propia hija; tenía mil detalles, y hasta me llamaba mimosamente «su pe– queña»... Yo, con este natural tan sensible y apasionado que tengo, llegué a quererle con toda la fuerza de mis dieciocho años... Pero no se crea..., yo estoy segura de que mi afecto era del todo limpio, y por eso, tanto más desinteresado : sólo deseaba su bien. Y aquí estaba pre– cisamente la más honda raíz de mi sufrimiento. Pronto me di cuenta de que estaba completamente alejado de la Religión: no debía de creer en nada, y llegué a entender, sin que yo me pusiera a hacer averiguaciones, que su vi– da no andaba por muy buenos caminos... »Sólo Dios sabe lo que yo empecé a sufrir con todo esto. Y digo que sólo Dios lo sabe, porque ningún ser humano ha recibido de mis labios la más pequeña confi– dencia hasta este momento en que usted lo oye. Pasé días atroces, pensando y tratando de salvar a aquella alma tan querida. Casi no podía estar a su lado durante las horas de oficina, porque me ahogaba la pena; y quizá debido a este estado de ánimo, no acertaba yo a salir ai– rosa cuando se suscitaba alguna disputa sobre Religión y ansiosamente me ponía a buscar razones y palabras que pudieran romper la orgullosa friaidad con que él desde– ñaba nuestras creencias. Yo casi siempre terminaba nues– tras conversaciones con los ojos nublados de lágrimas; él entonces me dedicaba unas palabras muy cariñosas, y cambiaba inmediatamente de conversación. »Mi desconsuelo iba en aumento por semanas, al ver la esterilidad de mis esfuerzos por salvar a quien tanto quería... ; y en mi impotencia, no hacía más que rezar por él y ofrecer a Dios sacrificios grandes y pequeños: llegué a ofrecer incluso mi vida; mas, al parecer, inútilmente. »Un día, cuando yo iba ya llegando a un estado en que casi no podía más, él se me mostró más cariñoso que nunca (después de una breve disputa sobre Religión que había hecho asomar las lágrimas a mis ojos): me to– mó suavemente la mano, y empezó a decirme: «No creo 86

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