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la celda, dispuesto a ir al Hermano portero a pregun– larle si no se había presentado por allí algún muchacho. Cuando bajaba por la escalera, sonó de nuevo la camapana. Se detuvo... ¡ Esta vez sí era para él! Apresura– damente dejó atrás los últimos peldaños; pero en el des– canso final se detuvo. Casi tenía miedo de asomarse al ves– tíbulo interior de la portería, por si se llevaba una decep– ción más que regular... Segundos de espera agitada... ¡ De– bía de haber varios chicos, pues sonaban charlas de vo– ces diversas! Al fin, alargó la mano, y abrió la puerta de lleno... Respiró, hondamente aliviado. Martín Bosque estaba allí... con otros siete chicos. Hubo presentaciones; se cambiaron saludos..., cordia– les y serenos por parte del Padre, encogidos y azarados por parte de los muchachos... Y se encontraron de pron– to ante un pequeño, inesperado y fastidioso problema: ¿Dónde tener la reunión? Los recibidores estaban ocupa– dos por algunas visitas; allí, de plantones, viendo y oyen– do continuamente a quienes pasaban, entraban, salían..., no podía pensarse en hacer cosa de provecho. El P. Fidel se decidió a pasarles al jardín del con– vento, recomendándoles antes que hablaran poco, y en voz baja, pues las ventanas de casi todas las celdas da– ban a aquel recinto interior, y fácilmente se molestaría a los que estuvieran leyendo o estudiando. El jardín apa– recía dividido en cuatro grandes cuadros por dos cami– nos que se cruzaban en el centro, y tenían a cada flanco tupidos setos de boj. En el centro del cuadro nordeste, con árboles muy juntos y algunas plantas trepadoras, se había formado - hacía ya mucho tiempo -, como una pequeña y tranquila estancia, a la que llamaban todos «la glorieta». Allí pensó de momento el P. Fidel que po– dían tener la reunión, pues hasta había unos toscos ban– cos de madera para sentarse... Pero no, no era tampoco la glorieta el lugar a propósito. Estaba demasiado pró– xima a ciertas ventanas: ellos podían muy fácilmente molestar, otros podían enterarse de todo... No había más recurso que salir a la huerta, grande y de abiertos horizontes. Pero, ¡ otra nueva contrariedad! : andaban entonces por ellas los religiosos estudiantes, dis– frutando de su hora dominical de recreo. El P. Fidel miró el reloj : dentro de diez minutos se retirarían; ha- 76
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