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de que acertemos a cumplir o no la misión que Dios nos haya encomendado. »Ahora comprenderéis en toda su hondura la razón de eso que tantas veces se repite: «Hay que aprovechar el tiempo». Sí, aprovechar el tiempo y la vida; mas no para echarse de bruces a sorber vorazmente sus escasos placeres, que es lo que muchos quieren significar con tales palabras, sino para dar a Dios y a su causa todo lo mejor que tengamos: juventud, fuerzas, entusiasmo e ilusión... No estamos en la vida para pasarlo bien, sino para «pasar haciendo bien», como Jesús (Act., X, 38), recogiendo para El y «sus almas» las mejores flores de nuestro camino. Si esto no hacemos, ¿para qué servimos? ¡ Sobran existencias inútiles!» Las últimas expresiones, dichas con brío cálido y cor– tante, dejaron corno un temblor de impresión en no pocas de las que escuchaban. ¿Faltaba todavía algo p::ira completar la lección? A cualquiera se le hubiera ocurri– do, y el P. Fidel lo tenía muy en cuenta: faltaba expli– car cómo en la práctica se había de ir realizando aquello para lo cual acababa él de incitarlas tan reiterada y vi– gorosamente... Pero eso, eso, quedaría para otra tarde. No había que empachar aquellos espíritus con raciones excesivas de pan doctrinal. I II Hacia media tarde del segundo domingo de mayo el P. Fidel de Peñacorada se encontraba bastante ner– vioso en su celda. Esperaba que de un momento a otro le llamaran a la portería. ¿Cuántos muchachos le trae– ría Martín Bosque? ¿Se presentaría él, solo y cabizbajo? Quizá no volviese ni él siquiera, avergonzado de no ha– ber conseguido arrastrar a nadie. Sonó la campana de toque, y el P. Fidel se puso in– mediatamente de pie, alargando la mano a un libro que tenía preparado encima de la mesa. Pero el toque de la portería... no era el suyo. Volvió a sentarse, más impa– ciente que antes. Al fin, no pudo contenerse, y salió de 75

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